lunes, 12 de julio de 2010

El periodismo en primera persona

Pasión que desconoce de sacrificios, sean estos personales o familiares, el periodismo es un compromiso de vida que los trabajadores de El Nacional honran con amor y mucho sentido del humor

Por: Patricia Molina y Juan Antonio González

Lo más parecido a llevar otra vida, aparte de la familiar y la personal, es ser periodista. Si se tratara se sacar la cuenta del número de horas que pasamos los periodistas en la redacción de un periódico como El Nacional, escuela para cientos de comunicadores fundada hace más de 60 años por Miguel Otero Silva, deberíamos concluir que esa segunda existencia consume la mayor parte de nuestro tránsito vital.


En promedio, hablamos de 9 o 10 horas diarias dedicadas al oficio de informar. Y es que ser periodista no es algo de lo que uno se desprende fácilmente. En alguna ocasión, un colega dijo que ser reportero es como una droga de cuya adicción es prácticamente imposible curarse. Y dado que los periodistas vivimos más al frente de una computadora o pendientes de la hora de cierre que conversando con alguien de la familia, no es de extrañar que, además de las amistades y la hermandad propias del ambiente laboral, surjan también entre estos afectos y amores duraderos; a veces no tanto, claro, pero afectos al fin y al cabo.

La noticia nos mueve, es el vínculo entre la redacción y lo que palpita fuera de ella; por la noticia, no dejamos de investigar, narrar e interpretar la realidad de nuestro tiempo. Esa materia prima de validez efímera confronta a los periodistas con historias dramáticas, asombrosas y divertidas. Pero a la vuelta de la esquina está el riesgo de informar, sobre todo en estos tiempos en los que el poder político no escatima en acusaciones de falsedad, de manipulación y hasta activa los mecanismos jurídicos que posee para convertir el oficio en acto delictivo, desestabilizador. Pero, de seguro, no hay periodista que se sienta más orgulloso de desestabilizar con la verdad.

Ya lo escribió Pablo Antillano en su artículo “Vivir peligrosamente”, publicado en el libro Periodistas en su tinta (recopilación de Petruvska Simne para Alfadil Ediciones): “La vida de un periodista siempre está en peligro. No sólo la vida de aquellos que andan cubriendo las cataratas de violencia que han seguido a la famosa Guerra Fría, en Gaza y Cisjordania, en Yakarta, en la Taloqan afgana, en el Kosovo serbio-albanés, en Guatemala, en Uganda, en Yugoslavia, en Irlanda del Norte, en Argelia, en el País Vasco, en Buenos Aires, Cali o Medellín, en Cachemira, en Bagdad, en Liberia o el Kurdistán.


Aquí en Caracas, donde por ahora no hay guerra civil abierta, la vida de los periodistas también está constantemente amenazada por el azar de una tanquilla eléctrica que explota, por el asalto de un malandro, por el tiro de un francotirador, la pedrada roja de un chavista o el palazo tricolor de una escuálida. Pero estadísticamente las mayores amenazas a la vida del periodista provienen, desde hace tiempo, de la cultura del evento y el vernisage”. El reto es doble, entonces: por una parte, defender el compromiso con una verdad que, casi siempre, disgusta al poder, y por la otra, no dejarse obnubilar por la adulancia de aquellas individualidades y grupos deseosos de aparecer en la prensa. Y a estos desafíos hay que agregar ahora el que plantea el periodismo digital, que en medios impresos como El Nacional se denomina Convergencia.

Ah, pero no todo es drama. Por ejemplo, a los muertos de un viernes por la tarde o un domingo a cualquier hora, los llamamos “rayo”, y si ello no fuera necesario, reproduzcamos, para terminar, las frases más frecuentes a las que recurren muchos periodistas cuando alguna personalidad fallece, recopiladas por Rubén Wisotzki en Periodistas en su tinta: “¡Se murió Fulanito!, ¿dónde lo ponemos?”, “¡Se murió Fulanito! Coño, ¿no lo pudo hacer otro día?”, “¡Se murió Fulanito! ¿Era importante?”, “¡Se murió Fulanito! Saca el freezer”, “¡Se murió Fulanito! ¿Cuánto escribo?”.



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